DOS MEMBRILLOS

Tengo dos membrillos al lado de una camelia. Son árboles anodinos casi todo el año, ni las hojas, ni las flores, ni los frutos mientras crecen tienen nada especial. Y menos si los comparamos con las hojas lustrosas y las flores, prietas como albaricoques, de la camelia que es también blanca. Aún así cuando maduran y el feo peludo y cetrino se convierte en ese terciopelo suave del color de los Post-it, lo que viene ocurriendo en septiembre, acaban resultando fascinantes. Es un árbol que trabaja humilde fabricando unos frutos que al cogerlos en la mano son pesados, sólidos, compactos, regulares y que se perfuman exactamente lo justo, que es poco, no como otras frutas pretenciosas. Digamos que siendo regla canónica que las mujeres han de oler a su perfume a la distancia exacta de un velador de café y los hombres al abrazarlos, los membrillos se perfuman muy masculinos; hay que acercarlos a la nariz y aspirar. A mi los membrillos me encantan pero reconozco que no siempre fue así. Es lo que llaman un gusto adquirido; de tanto mirar su falta de presunción he acabado admirándola.