LAGAVULIN

LAGAVULIN & QUIEN ENTIENDA QUE SIGA     Aquí no se aceptan encargos por la misma razón por la que tampoco se cogen puntos a las medias. El asunto no va de eso. Quiérese decir que cuando uno se pone a escribir lo hace por gusto, porque el tema motiva o el título promete. El escríbame Vd. sobre esto o lo otro se atiende en otra ventanilla. Aquí la cosa no va de trabajar sino, precisamente, de no trabajar.   Eso no quiere decir que no se acepten retos o desafíos, cosa que un ignorante podría confundir con encargos, aunque claramente son distintos. Un encargo es cosa de villanos. Un desafío es un asunto de caballeros cómodamente sentados en recios salones, disfrutando de interesantes conversaciones sobre temas aparentemente banales mientras paladean licores en pesados vasos. Estos salones podrían ser los del Reform Club o una casa particular si adecuadamente provista. Los sillones no tienen por qué ser chester si proporcionan un similar nivel de confort. Los vasos mejor si son pesados pero si son finos y ligeros, más del estilo francés, valen perfectamente.   Un caballero, como queda evidenciado en lo antes dicho, aprecia pero no se encierra en sus gustos. Excepto en el caso del licor que, inexorablemente ha de ser un whisky Islay, preferentemente Lagavulin. Su ausencia podría eventualmente suplirse sólo por un Ardbeg o un Laphroaig. Porque una vez uno ha hecho el paladar al fuerte sabor de los whiskies del sur de la isla, los del norte –Bunnahabhain, Bowmore, Caol Ila o Bruichladdich– mucho más suaves, parecen destilados para señoritas.   Estaba quien escribe en lance parecido al arriba descrito cuando fue retado a escribir algo que relacionara el islay Lagavulin con la Ofrenda Real de Bach al rey Federico de Prusia. Esto podría parecer a algunos una tontería de diletantes intoxicados, cosa que no se aleja demasiado de la realidad. Quizá quien lanzó el reto vio conexiones evidentes entre ambos términos porque se refirió muy concretamente a la frase manuscrita que aparece al final de la partitura: quien entienda que siga.   Cánones y fugas se planteaban como una suerte de juegos y no quedaban, en la mayoría de las ocasiones, terminados. Se escribía la partitura lo suficiente como para que el intérprete avisado pudiera advertir el módulo de la serie en que las composiciones consistían y se dejaba a su inteligencia el finalizar la obra. Una especie de acertijo músico-lógico-matemático propuesto a quienes vinieran detrás. No sólo hacía falta ser un buen intérprete, sino también un buen músico y un tipo inteligente. Así la fuga era llamada, de ordinario, ricercar. Es decir, búsqueda.   Quien entienda que siga. Con esa frase Bach, un tipo quizá demasiado friki incluso para una época de frikis, quiso retar al rey con sus composiciones inacabadas, pretendiendo establecer un juego con él en busca de atención y favores. Bach nunca obtuvo respuesta a ese regalo. Partiendo de la evidencia de que las fugas de la Ofrenda son las de mayor complejidad de su producción, las posibles soluciones se hallaban con certeza fuera de la capacidad del rey para resolverlas. En definitiva, buscando su favor le ofreció lo mejor de si mismo formulado como un desafío con el cual evidenció su ignorancia. Y qué peor que llamar necio a quien tiene la capacidad para regir un imperio y de hecho lo está haciendo.   Si en lugar de optar por la complejidad como hizo Bach optamos por la simplicidad hemos de ser conscientes de que ese juego necesita del máximo esfuerzo de comprensión. Una vez diferenciada la banalidad de la simplicidad, esta última exige condensar en una forma, en una expresión breve y pura, las mil facetas de la realidad compleja. En su formulación breve, sencilla y simple se han de contener la infinitud, complejidad y dificultad aparentes del universo. La simplicidad es la receta definitiva, una vez evitados sus peligros.   Sé simple y serás entendido. Se banal y serás seguido. La diferencia entre una y otra se halla en qué podemos derivar de una y otra. Lo simple ha de ser isomorfismo; lo banal, prácticamente siempre, es skeumorfismo. De la primera podremos ir derivando no sólo la realidad con sus infinitos matices y niveles de detalle, sino múltiples realidades. Lo segundo, sin necesidad de aplicar atención o inteligencia nos ofrece sólo un pobre trasunto de la realidad misma, falto de detalle y sin nada que aprender de él, pero muy aparente.   Bach debería de haberse dedicado a la formulación no de diez cánones, dos fugas y una sonata, abrumando a quien se dedicaba a la música por afición, sino al planteamiento de un bello isomorfismo con soluciones a distintos niveles. Un reto con soluciones posibles al alcance de un rey y otras sólo al alcance de sabios. Algo que sabemos podría haber hecho.   Si me ofrecieran participar en el accionariado de una empresa que tuviera como negocio el encerrar en un frasco de cristal una experiencia sensorial seguramente diría que no, por imposible. No obstante esa empresa existe. Lagavulin, la hondonada del molino, embotella extrañas experiencias. En un producto de una simplicidad y aparente falta de sutileza que roza lo rústico y sin embargo encierra los aromas y sabores de un océano, varias playas en mareas altas y bajas, la mayoría de las algas del mar del norte, el petróleo de mil puertos, la madera de todos los barcos que a la mar se hicieron, la tierra de cien turberas y el agua de diez arroyos. Es la mezcla de los sabores del mar y sus cosas, con la tierra y las que le son propias, tal y como se combinan en un puerto. Tierra, mar y la actividad humana que las mezcla en la línea de costa en la que una y otra se tocan. Toda esa complejidad en un frasco.   Quizá Bach debiera de haber compuesto una nana, un ave maría, un aria de amor. Quizá debió de simplificar, condensar, comprimir. Complicarse, recrearse, expandirse, es en la mayoría de las ocasiones inadecuado. Ir demasiado lejos es dar infaliblemente una muestra de mal gusto, dejo dicho Cioran. Y Bach fue demasiado lejos proponiendo un juego imposible a quien no podría ganarlo. Johann Sebastian compuso un aparato excesivamente complicado ya a simple vista. Confundió complicación, mérito, valor y belleza. Y se lo regaló a quien no sólo no lo iba a entender sino que se iba a sentir molesto por ello. Bach, desde ahora y para siempre, no sólo es paradigma de lo kitsch sino el tipo con menos inteligencia emocional del siglo XVIII.   El Islay, por el contrario, se deja desvelar, lentamente, parsimoniosamente. Permite la investigación, el acercamiento, el examen. Se entrega a quien llega. Permite ser descubierto por advenedizos, amateurs y profesionales, y a cada uno de ellos desvela lo que debe conocer. Su simplicidad es sólo aparente, como las conversaciones banales de dos caballeros. El Islay es el paradigma del buen gusto. Si es del sur.   Este escrito podría finalizar à la Bach, complicado, incompleto, abstruso e intentando llegar más allá. Dando prueba de mal gusto y creando un icono kitsch. Podría acabar, perfectamente, citando a su compatriota Ludwig.   «6.54 Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido.) Debe superar estas proposiciones; entonces tiene la justa visión del mundo.»   Pero podría acabar de otro modo, igual de retador, pero mucho más provocador, por ejemplo citando a Joseph.   «Probar en detalle esta proposición, después de todo lo que he dicho, sería, me parece, faltar al respeto a los que entienden y hacer demasiado honor a los que no entienden.»   A discreción del lector queda el optar por una u otra.

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