TIRANDO AL MONTE

En Cabañas, frente a la Villa de Pontedeume, hay una playa preciosa con enorme arenal blanco y amplio pinar. Hace ya unos cuantos años, para que los bañistas no pecaran en modo alguno, se instalaba una larga cuerda, flojamente sostenida por estacas, dividiendo el arenal desde los pinos hasta el agua mansa. A un lado hombres, al otro mujeres. Eran otros tiempos y no había confusiones de género y cada uno, más o menos, sabía a qué lado debía ponerse y tenía impulsos claros sobre dónde, en realidad, le gustaría hacerlo. Los trajes de baño eran trajes de baño, lo cual quiere decir que cubrían desde la rodilla hasta el cuello y tenían mangas y eran holgados. Aún así el pecado de la carne flotaba en el ambiente y cruzaba la cuerda, en forma de miradas y gestos, con la rapidez y la potencia de una pelota de volley en la final de un mundial. Un día la cuerda, sin que mediará directa intervención de nadie, cosas que pasan, se cayó. No habiendo nadie presente con voluntad por guardar a los bañistas de los devastadores efectos de la lujuria y con ánimo para levantar de nuevo las estacas, el público se mezcló. Los hombres con las mujeres se juntaron y los jóvenes, ellos y ellas, tuvieron más contacto que el de las miradas de siempre; reprobadoras, inquisitivas, coquetas y, qué suerte algunos, cómplices. Es decir, hablaron entre ellos estando vestidos en un atuendo equivalente a la ropa interior. Por la desidia de las autoridades competentes y para gozo de los asiduos la cuerda estuvo tirada durante un par de semanas y, consecuentemente, los malos pensamientos quizá anduvieron algo más desatados que en un verano ordinario. El asunto llegó a oídos del ordinario del lugar, el cura párroco Don Senén, el cual, de inmediato, dio órdenes de reponer las cosas a su ser y estado anterior y natural, levantando las estacas y tendiendo de nuevo la floja cuerda que nada separaba. El sermón del domingo siguiente lo dio subido al púlpito y revestido con todos los ornamentos litúrgicos, en señal de que el mensaje era importante. Lo dirigió específicamente a las mujeres, guardianas de los valores cristianos de la honestidad, la modestia, el recato, el pudor, la discreción y la decencia. Después de ponerlas de putas para arriba, que de acuerdo con el canon vigente era lo que procedía, acabó el sermón elevando paulatinamente la la voz hasta acabar en lo más próximo a un grito que es permisible en un templo: «Cuando el Señor me llame a su seno, como a todos llamará, y me pida cuentas y pregunte ¿Qué has hecho de tu rebaño, Senén? ¿Qué has hecho de tus ovejas? Yo habré de contestarle ¡Ay! ¡Señor! ¡TODAS SE ME HAN VUELTO CABRAS!»

UNA ISLA

Amanece en el mar de la Sonda, hierve el té y, con poco trapo y proa al viento, reflexionamos sobre cosas que nos la traen al pairo. Saludamos por última vez desde la cubierta a esa Isla del Tesoro, encopetada de nieblas, territorio de mil aventuras, que se hundirá en la mar. A mi lado se despereza una morena, reina de un paraíso en decadencia, y sus gestos que traen aroma de flores se reflejan en la cubierta recién baldeada. La teca vieja tiene pisar suave y olor a sal y oporto y ginebra de caneca, y cruje como maúllan los gatos tristes. Pronto, en bares sucios de puertos lejanos, contaremos aventuras borrosas y exageradas, relataremos cómo un día el farero dejó de encender su luz y nunca jamás nadie volvió a encontrar aquella isla perdida en la mar. Partimos espiados por las sirenas, ángeles mendicantes a la puerta del paraíso; sabemos a dónde ir porque en la mar no hay encrucijadas.

SEPTIEMBRE

El año empieza en septiembre, como cuando en el colegio. Uno se va y a la vuelta hay novedades lo cual, claro, piensa uno que empieza algo nuevo. Cambia la clase, cambian los profesores si eres joven, cambian los camareros o el cartero o el cajero del banco si eres viejo. A mí este septiembre me han cambiado muchas cosas. La estanquera, una señora de pelo color nubecilla que caminaba con dos bastones y sonrisa encantadoramente gagá se ha jubilado. Con ella han desaparecido sus dos empleadas; la fanática religiosa que leía constantemente la biblia, una biblia de tapas de piel negra y papel biblia, y la cotilla que leía Los pilares de la tierra y La sombra del viento. Sin fundamento alguno quiero creer que en su larga vida tras el mostrador ha leído algo del agua y del fuego, porque sería un bonito e impremeditado homenaje a Empedocles y los presocráticos en general. Quizá lo está leyendo ahora mismo mientras trabaja para otro camello de mi droga. Ahora regenta el estanco una hippy auxiliada por su madre. Antes el estanco era un lugar moderno y pulcro pero elegantemente sobrio. Con su pequeña cava de puros, vitrinas con algún grabado original alusivo a la mercancía, cortapuros con fundas de cuero trabajado, pipas de varios modelos y ceniceros con pretensiones de lujo. Ahora parece un poco una farmacia de esas en las que también venden chicles. Un look falsamente aséptico y abigarrado. Todo cambia. Los estancos parecen farmacias, las farmacias naves espaciales y ya ni me imagino qué parecerán las naves espaciales, quizá estancos o administraciones de lotería. Esto se nota más en los aeropuertos. Antes uno cogía el avión en un aeropuerto y había tiendas. Ahora tiene uno la sensación que aprovechan para hacer pistas de aterrizaje los centros comerciales que quedan lejos del centro. La hippy lleva el pelo largo recogido en una coleta, tatuajes en los brazos y una de esas camisetas de sisa muy baja que deja ver el sujetador, que sorprende. Mucha puntilla. No sé qué se estila ahora en el ambiente hippy pero me imaginaba yo algo más liso, deportivo y funcional. Algo en consonancia con la camiseta falsamente andrajosa. A la hippy le ayuda su madre porque le pido Ducados rubio blando, cuatro treinta y cinco, y si le doy un billete de cinco y dos monedas de veinte, por sacarme la calderilla, duda al dar las vueltas. No usa los dedos pero va echando la cuenta dando leves cabezaditas, treinta y cinco, cuarenta. Quizá cuando aprenda las cuatro reglas, aire, agua, tierra y fuego, su madre le deje atender sola el negocio.

En el bar de siempre ahora se sientan en la terraza dos señoras muy arregladas, aunque quizá no tanto para la edad que tienen. Más de setenta y quizá más de ochenta. Pelo cardado de peluquería con mucha laca y labios muy rojos, rojísimos, y perfilados. Una lo lleva blanco blanquísimo, como si Papá Noel llevara el peinado de Barry Gibb, o más aún. La otra del color que cogen los zapatos marrones si los embetunas y brillas mucho, con los mismos brillos. Parecen dos judías ricas de Manhattan en una película de Woody Allen, con sus chaquetas blancas de punto sobre los hombros, fumando rubio y hablando de la operación de próstata de un tal Ricardo. Uno es muy fan de esas señoras coquetas hasta el último día, de esas señoras que son pura fuerza de voluntad opuesta a los estragos de tiempo, de la vida. Hace falta un optimismo rayano en el fanatismo para no dejarse caer en la nostalgia que como una sombra acompaña a toda decadencia. Es lo suyo tan inofensivo e ingenuo, tan estético y social que esa tozudez resulta enternecedora. Nunca nos han aclarado con qué cuerpo resucitaremos, el del instante de la muerte, el de los veinte años, el de la madurez. Ellas, por si acaso, caminan erguidas, se dejan ver maquilladas y elegantemente vestidas. Hablan las dos a la vez y se entienden, supongo. Quizá no queden para hablar la una con la otra sino para hablarse a sí mismas con la otra como testigo. Quizá son capaces de hacer ambas cosas a la vez, hablar y atender a lo que dice la otra, menyener dos hilos comunicativos al tiempo, como esas conversaciones de guasap que se bifurcan. Quizá son hermanas porque se dan un aire y llevan así toda la vida, desde niñas, hablando a la vez, compitiendo por la atención de papá o de mamá.

Dos portales más allá ha aparecido una placa, Elena tal y tal, psicoanalista. Esto a mi me parece una extraña novedad del pasado. Yo no sabía que había psicoanalistas nuevos. Lo del psicoanálisis me parece tan del siglo XX que esta novedad rancia me dejó un poco descolocado. Los psicoanalistas, para mí, son un poco como las cofradías de penitentes de semana santa. Hay las que hay, vestigios de un tiempo pretérito con fe, pero no aparecen otras nuevas. Conservamos como curiosidad a las hermandades del Cristo de la Buena Muerte, o de la Verónica, pero no se nos ocurre fundar ahora una cofradía de disciplinantes para que caminen descalzos flagelándose con zurriagos recién comprados en Amazon. Los psicoanalistas son un poco así, como esos coches de caballos que te pasean por la ciudad, un empeño en mantener el pasado, curiosidades a extinguir. Esto lo cuento aquí porque cualquiera de las caras nuevas que conmigo y las judías neoyorquinas toman café en la terraza podría ser la discípula de Freud y no es plan.

Septiembre, la vuelta al cole, es tiempo de novedades aunque a veces algunas suenan a rancio, un rancio tierno y cordial porque estos días tibios y luminosos en los que se va disolviendo el verano, camino de vuelta al fresco y la lluvia, no permiten otra cosa.

CARTAS INQUIETANTES

Es imposible no admirar a quienes escriben cartas inquietantes, llenas de dolores precisos, sufrimientos concretos. A los que describen padecimientos de contornos perfectos y formas que son las fórmulas matemáticas de la desdicha. Los que nos quejamos de malestares imprecisos caemos presas de la envidia, del pasmo que produce el adjetivo exacto apareándose con el sustantivo perfecto. A los que dibujaríamos acuarelas para describir las dolencias que nos afligen nos aturden los polígonos que delimitan con coordenadas precisas.

Es imposible no admirar a quienes escriben cartas inquietantes, llenas de pasillos largos, anchos, iluminados por barras fluorescentes, en los que las ideas caminan rectas, tiesas, secas, solas. Pasillos en los que no obstante, cada tanto, se abren puertas laterales, derivadas apenas apuntadas, apenas iluminadas. Los que sentimos caos al pensar ideas, los que con ellas hacemos ovillos, tortillas, flanes que no cuajan, parpadeamos de asombro ante las certezas que dibujan como puentes sólidos sobre abismos que nos aterran.

Es imposible no admirar a quienes escriben cartas inquietantes, llenas de verbos, muchos más que adjetivos, en tiempo futuro. A los que escriben cartas en gerundios que suenan como motores en marcha y huelen a sudor de operario, a laboriosa humanidad. Los que padecemos del mal de la procrastinación, del pesimismo de los arrepentidos, de la inacción de los ángeles y los percebes, temblamos deslumbrados ante esas frases que son muelles en tensión, catapultas dispuestas al disparo hacia a un futuro que intuímos pésimo.