Todos sabemos que la filosofía es una excrecencia del espíritu apático. Una enfermedad leve, un malestar difuso, la secreción de un alma herida o saciada. Como la perla o el ámbar. Pero antes de saberlo, ya lo sentimos. A edad adolescente, cuando el cuerpo bulle y el cuero que nos cubre está aún nuevo, brillante y sensible, nos hablan de la tierra, el aire, el agua y el fuego, de cómo todo fluye, de cavernas y sombras, de sustancias y formas. En esos instantes el cuerpo pide marcha y vida y nos inundan de decadencias y dudas. De disminuciones del espíritu en forma de limitaciones, adecuadamente ordenadas. Ahí empieza nuestro declive.
Adán y Eva, heridos de muerte por el aburrimiento sin sobresaltos del Paraíso buscaron el conocimiento comiendo del árbol de la sabiduría. Ésa, la falta de ilusión, es el origen de la búsqueda del sentido. Eso sí, nada más ser expulsados, y supuestamente en posesión de la sabiduría, empezaron las desgracias y la diversión. Nada más salir “Adán se unió a Eva” y concibieron a Caín. El primer polvo. Antes estaban desnudos pero no sentían vergüenza. Aquí la duda. Es el sexo es la conclusión a la que llegaron al adquirir la sabiduría o un intento de olvidarla. Más me inclinaba por lo segundo, pero. Read More